martes, 14 de mayo de 2013

No hubo “soñé con vos”, pero yo sí voy a soñar con ellos…

Leyendo las reseñas de Malena sobre el capítulo 7 de la 3ra temporada de Juego de Tronos, caigo en cuenta que tengo mucho para opinar. Demasiado, pero sólo sobre las tres escenas que he visto hasta ahora. Las tres escenas que, no podía ser de otra manera, están dedicadas al arco temático de Jaime y Brienne.

No voy a hacer una reseña, para eso les recomiendo la general que hace Male sobre todo el capítulo, y la que se refiere en particular al blondie team. También pásense por lo de la Dama, que no se van a arrepentir. Por mi parte, esto es simplemente una confesión.

Tengo los sentimientos desbordados. Absolutamente desbordados. Estoy perdidamente enamorada de esta muchachita, del león manco y de la pareja que forman los dos. Y hace muchos años que no me pasaba.


¡Los adoro sin condiciones! Y no es cosa de la serie… me pasa desde que leí los libros, sólo que ver todo lo que imaginaba proyectado en una pantalla ha potenciado mi reacción.

Tanto es así que no me han importado demasiado los cambios que, sobre todo en la escena del Osito de Harrenhal, se han notado entre la versión literaria y la televisiva. Acepto las tres escenas como un todo, y debo estar en una condición tan lamentable que no puedo hacer crítica alguna. El enamoramiento ha sido inversamente proporcional a mi capacidad de mirar este episodio con objetividad.

Pero comencemos por el principio.

Escena uno. Jaime va a despedirse de Brienne, antes de abandonar Harrenhall. Señores, yo podía escuchar los violines de fondo en esa conversación. Sí, ya lo sé, es consecuencia de mi rosadísima imaginación. Pero todos los sentimientos que transmiten esos dos monumentales genios de la actuación que son Gwendoline Christie y Nikolaj Coster – Waldau, solamente con la mirada, son innegables. Y la forma en que él traga en seco cuando se escucha llamar “Ser Jaime” y no “Matarreyes”… ay, yo sé que en la versión libro el León no siente nada por ella a esas alturas (ni siquiera tenemos escena de la despedida), pero la versión tele es otra cosa, y yo casi diría que, literalmente, lo escuché pensar “Moza… ¡te quiero, Moza!”


Ya, soy una exagerada, eso es lo que pensé yo en ese momento. Que los quería, a los dos, y con toda el alma. Que no entiendo cómo puede haber hombre que no sucumba ante la moza, y que a mí ese niño me tiene absolutamente empaquetada.

Él le pregunta cómo puede pagar la deuda que tiene contraída con ella. “¿Cuál es la deuda?”, se pregunta Male, por ejemplo, y muchos otros seguro que también. No sé, pero para mí se refiere al haberle dado, rudamente, la fortaleza necesaria para no dejarse morir, en esa escena que tanta polvareda levantó con aquello de “lloras como una maldita mujer”.


Momento número dos. Curaciones en el camino. Jaime y el ex maestre Qyburn conversan mientras éste le revisa y cura el muñón de la mano derecha. El León se espanta al comprobar que su médico ha hecho experimentos con moribundos, para comprender mejor las enfermedades y poder sanarlas. “El fin justifica los medios”, le faltó decir al curador. Nuestro muchacho le recrimina que, seguramente, practicó con pobres diablos, aquellos que no tenían a nadie que reclamara por ellos… Y cómo me gustó que le aflorara el costado social. No puedo con mi genio, me gustan los hombres que se juegan por una causa. Herencia materna, debe ser… Así que imagínense mi estado de gloria cuando, frente a la pregunta malintencionada de Qyburn acerca de “¿Cuántos hombres habéis salvado vos?”, este hermoso varón le contestara “A medio millón… toda la población de Desembarco del Rey”. ¡Sí, mi héroe del pueblo! Me encanta que se asuma desde ese lugar, que se anime a quitarse el sambenito de Matarreyes y pueda perfilarse como quien actuó en beneficio del bien común. Me imagino que lo han hecho porque habrán anticipado, con gran tino, que muchos televidentes no le iban a creer lo declarado en la tina de Harrenhal (como efectivamente ocurrió, ya que una interesante cantidad pensó que la confesión era, en realidad, una artimaña para engañar a la rubia grandota). Pero a mí me sonó a liberación, a nuevo ánimo luego de haber confesado frente a alguien que pudo entenderlo. Jaime se quitó un peso de encima hablando con Bri. Y esta escena la sentí como un “Piensa lo que quieras. Dime Matarreyes, si te apetece. Lo único que importa es que para ella soy Ser Jaime”.



Y, hablando de ella, nuestro muchacho se entera del destino que le espera en manos de Locke (¡Desgraciado!) y su caterva de inadaptados. Ilusionado con los zafiros, el energúmeno no se conforma con el subido rescate que Lord Selwyn ha ofrecido por su enorme hija, y es evidente que va a intentar “cobrarse” en especies, cosa que anteriormente Jaime había evitado recurriendo a la mentira de las piedritas preciosas y azules. Al caballero mancado se le demuda el rostro: es la imagen viva de la desesperación. Pero actúa con celeridad, recurre a esa labia que lo caracteriza (y a hacer notar lo poderoso que es su papi, ay nene, como si eso no te hubiera salido caro antes…) y consigue que toda la tropa de norteños al mando de Walton Patas de Acero (del cual sabemos el nombre porque lo leímos, no porque en la serie nos lo hayan presentado) lo siga, reventando caballos, de regreso a Harrenhal… donde “se había dejado algo”. AMO ESA FRASE. Y me gustó lo que nos dieron a cambio del “sueño”: un hombre plenamente consciente del peligro en que se encuentra alguien que le interesa y que, al caer en cuenta de ello, decide correr los riesgos que sean necesarios con tal de poner a salvo a quien considera su responsabilidad (porque, me parece claro, a Jaime no se le escapa que la Doncella está en esa posición, en parte, porque su captor quiere vengar en ella la burla de los zafiros).


La escena tres no tiene desperdicio. Faltan cosas, sí. Falta Vargo – Locke con la oreja comida por la Moza. Falta Jaime revoleando la quijada de un bicho contra el osito. Faltan los norteños en pleno atinándole a la susodicha bestia hasta matarla. Agradezco que no hayan “acecinado a zu ozo”, y que simplemente lo hayan distraído lo suficiente para que la Moza y el Manco pudieran escapar del foso, pobre osito, siempre me pareció que pagaba la cuenta sin comerla ni beberla.

Pero lo importante es lo que sí está. Sí está la imperdible cara de preocupación de Jaime. Su indignación cuando descubre que a Brienne la han arrojado sin más arma que una espada de entrenamiento. Su enfrentamiento verbal con Locke que, si bien no es el del libro, me gustó mucho. No me molestó para nada que el despreciable “norteño” le hiciera notar que no todo lo que quiere un hombre humilde es oro, que ver humillados, a su vez, a los poderosos, también puede ser una forma de satisfacción. Igual, Locke no me vende su versito, no es ningún luchador social. No es Berenguer Oller, ni nada que se le parezca.


Estuve anticipando como una semana que, cuando viera saltar al Manco al rescate, sin ninguna seguridad de salir vivo de esa, yo iba a quedar a punto de soponcio. Y así fue. Es verdad, la escena es demasiado rápida, pero como mi corazón se había desbocado a la par, casi no me di cuenta hasta que terminó. Para mí, fue sublime. No sé si me la había imaginado así cuando la leí, creo que no exactamente, pero lo que han armado fue genial. Todo lo que expresan, todo lo que transmiten esos escasos segundos en el foso de Harrenhal, por lo menos a esta servidora, resulta muy difícil traducirlo en palabras. Es una escena para vivirla, no para contarla. Y digo vivirla, no verla, porque yo sentí que estaba ahí adentro, con mis dos rubios queridos, peleándole mano a mano al animal.


Lo que vino después se mantuvo a la altura. Jaime birlándole la Moza a Locke delante de sus propias narices, y encima dándose el gustazo de zaherirlo con la referencia a los malhadados zafiros… (respiraste, León, esa broma fue de puro alivio… ya creías que el chistecito te había salido carísimo…); y la mirada de Brienne que, salvo los escasos momentos en que se dedica a traspasar al pseudo – Vargo con esos ojos asesinos, no se aparta de su héroe salvador. ¡Sí, dije de su héroe salvador! Los “ojos de un azul increíble” de la Moza transmitía el temor apenas reprimido, la sorpresa frente al inesperado aliado, la indignación en vistas de la afrenta recibida y, también, la gratitud profunda ante una quijotada que salió bien. Brienne no es una dama convencional, hizo lo posible por defenderse sola, pero es una dama al fin, y como tal fue rescatada. Jaime no es el caballero de manual, pero en este episodio puso en juego la “proeza” que, según todos los medievalistas, es el meollo de la ética caballeresca.  Y como yo tengo corazón de medievalista, esta cosas me pueden. Y soy una mujer moderna, pero si un muchacho en franca desventaja sale a defenderme frente a los ataques de un poder mucho mayor que el mío, se gana mi corazón con moño y todo. Yo, que siempre tuve que rescatarme solita de todos los peligros, me conmuevo frente a semejante perspectiva.


Ya, Brienne es al mismo tiempo caballero y dama. Rescatador y alma en peligro. Y lo mismo vale para Jaime. Pero esa es, precisamente, la belleza intrínseca de esta dupla: su permanente ida y vuelta, su ciclar entre las posiciones de salvador y salvado. Eso es lo que los vuelve tan actuales, lo que nos conmueve tanto, creo yo, de su dinámica. Que están en un pie de igualdad. Que han quedado mano a mano, otra vez. Y ojalá que sea desde esa perspectiva que, tanto la serie como los libros que le quedan por escribir a don Georgie, nos muestren la evolución de esta tan extraña como entrañable pareja.