En algún capítulo de su Marianela, Benito Pérez Galdós hace referencia a “toda la chusma emparentada con la loca de la casa”. Tenía nueve años, a lo sumo diez, cuando leí esa frase por primera vez. Entonces supe de qué chusma estaba hablando, porque la loca de la casa… soy yo. Bienvenidos a mi locura doméstica.
A don Georgie no le gustan los fanfiction... y la verdad es que lo entiendo. Hace muchos años, cuando todavía albergaba la ilusión de escribir algo digno de ser publicado, me hubiera dado mucha rabia que los lectores se tomaran libertades con mis criaturas. Si a alguno se le hubiera ocurrido, por ejemplo, que Thalios Imerina, el héroe solar de mi novela de ciencia ficción, podía serle infiel a su esposa, me hubieran dado ganas de estrangularlo a distancia, a la manera de Darth Vader en "A new hope".
Pero vamos, uno debe comprender, en cuanto escritor, que en el momento en que sus historias toman estado público, los personajes dejan de pertenecerle y pasan a ser de la gente. De los lectores. Y para alguien que gusta de escribir, nada debe ser tan lindo como saber que sus creaciones han sido adoptadas por aquellos a quienes van dirigidas... Los personajes literarios son como los hijos: les damos la vida, pero no son nuestros. Son seres independientes que deben vivir su propia historia, aunque ésta los aleje de lo que nosotros queríamos para ellos.
En ese espíritu, y continuando con la marea de "rubiola" que azota últimamente este blog, les dejo mi última ficción basada en Canción de Hielo y Fuego. Hacía AÑOS que no escribía, bendito seas, Georgie, y bendito sea tu Matarreyes por haberme dado la inspiración que me había sido esquiva durante tanto tiempo...
La sangre en la espada.
Un fanfic por Nimuelux
Mi espada está teñida con la
sangre del rey. Él yace ante mí como un saco arrojado al descuido, mientras las
piedras del suelo se manchan, más y más, de rojo. De rojo, qué ironía, el color
de mi casa…
Todo ha sucedido tan deprisa… hace
unos instantes gritaba, fuera de sí. Clamaba por el fuego que incendiaría toda
la capital, pedía la muerte de todos en esta ciudad. Ahora, el muerto es él, un
montón de carne y huesosinertes a los
pies del trono. Él quería asesinar a aquellos cuya obligación era proteger, su
pueblo. Y resultó que justamente uno de los que habían jurado cuidarle se
transformó en su verdugo.
Tan deprisa…
Apenas puedo explicármelo, menos
podré rendir cuentas ante los demás. ¡Como si me importara! Un Lannister no necesita
justificarse ante nadie… o por lo menos eso es lo que mi padre me enseñó.
¿Pero qué pensará mi padre cuando
se entere de lo que he hecho? Él no sabe que el loco Aerys me pidió su cabeza…
la muerte de Lord Tywin como signo de fidelidad al rey. ¿Tanto le temía que
sólo podía suprimirlo por mi intermedio? Qué irónico, venir a descubrir ahora
que era demente pero no estúpido… con una sola orden nos destruía a los dos: el
padre, muerto y el hijo, deshonrado.
A estas alturas, los ejércitos de
mi casa y sus aliados deben estar bajo las murallas de la ciudad… Flaco ha sido
el favor que le hice a los desembarqueños, salvándolos de morir asados para
entregarlos al saqueo de una tropa que, lo sé, será brutal.
En cualquier momento, este salón
se inundará con el estrépito de los aceros entrechocándose. Para mí, será una
liberación. El lenguaje de las espadas es el que mejor conozco. En cambio, este
silencio que ha dejado el rey al callarse, al… morir,va a enloquecerme. ¡Voy a terminar tan pirado
como vos, Alteza, esa será tu revancha! ¿No es así?
Demasiadas cosas en las que
pensar… ¿Qué hubiera hecho Ser Barristan, de haberse encontrado en mi lugar?
¿Cómo hubiera reaccionado Ser Arthur Dayne? No los recordé mientras hundía mi
arma en el cuerpo de Aerys… ¡diantres, ninguno de ellos estaba aquí, fue la
decisión más solitaria de mi vida! Sólo una idea me atormentaba en ese
instante, una obsesión que no pude soslayar: estaba decidido a evitar que él
volviera a hacerlo. Que lastimara otra vez a aquellos inocentes a su merced.
Aún resuenan en mi memoria los alaridos del agonizante Lord Rickard, junto con
el llanto desesperado de su hijo Brandon. En mi recuerdo, la reina Rhaella
sigue implorándole que no la lastime mientras, tras la puerta de su habitación,
la escucho con impotencia, mis manos atadas por un juramento…
Era mi rey, sí, pero no fui capaz
de pasar otra vez por tamaño infierno. Había que ponerle punto final a esa
historia, y lo hice de la única manera que puedo y entiendo, al modo del
soldado. Mi padre dice que no estoy hecho para reflexionar, y probablemente no
se equivoca. Pero ¡vamos! ¿Los demás líderes de esta rebelión, hubieran
desaprovechado semejante oportunidad? ¡Por favor! Como si Robert Baratheon,
estando en mi lugar, hubiera optado por pedirle cortésmente la abdicación… con
sólo imaginarlo me desternillo de la risa…
Mi espada sigue sucia. Aerys
permanece inerte en el pavimento. La cabeza me da vueltas en este silencio
agobiante que, poco a poco, se va llenando con el clamor de la guerra. Me siento
mareado, y eso me fastidia. Demonios, como si fuera la primera vez que mato a
alguien… Pero estoy a punto de trastabillar.
Las grandes puertas del salón
regio se abren de repente y los norteños, al mando de Lord Eddard, ingresan. Le
sonrío al comandante. “¡He vengado a tu padre y a tu hermano! ¡Se ha hecho
justicia!”, quiero decirle. Pero la frialdad de su mirada me detiene. Está
observando al monarca caído a mis pies… y ahora, sus ojos se encuentran con los
míos. En un segundo me juzga, me halla culpable y me condena. “No tienes
derecho de estar allí”, me espeta Lord Stark. Recién entonces caigo en cuenta
que estoy sentado en el Trono de Hierro.
Me incorporo. Sigo sonriendo
porque a nadie voy a darle el gusto de verme humillado. A nadie. A ninguno de
esos caballeros que ahora abarrotan el salón y se vuelven a mi paso, murmurando
entre sí una sola cosa. Un mote, una palabra infamante con la que, suponen,
podrán herirme desde este momento y hasta que mi vida acabe. ¡Pobres infelices!
Me ha tocado el trabajo sucio, he manchado mi espada con la sangre de un rey
que no merecía la dignidad de su cargo. Pero no me lo van a agradecer, y la
verdad es que ni siquiera lo espero. Para ellos, y para todos los que
escucharán mi historia por sus bocas, desde ahora en adelante me he
transformado sencillamente en el Matarreyes.
Siéntanse libres de hacer todas las críticas constructivas que quieran!!!
Y aquí estamos, a pocos días del inicio de la tercera
temporada de Juego de Tronos, desvelándonos
a estas horas extemporáneas con nuestros ya clásicos debates y teorías, cuando
esta servidora debería estar yéndose a dormir para no tener cara de sueño
mañana… pero vamos, que el calavera no chilla, como decía mi abuelita…
Hasta hace menos de una semana veníamos sufriendo con la
posibilidad que la versión televisiva de Canción
de Hielo y Fuego nos dejara sin la escena del baño que comparten Jaime y
Brienne en la posada de Lord Bolton, perdón, en Harrenhall… fueron un par de
días de tremenda angustia para el cada vez más nutrido grupo de fans que tiene
esta pareja, pero afortunadamente uno de los mini trailers que se revelaron con
posterioridad nos mostraron al León sumergido en la tina, apenas visible de los
hombros para arriba, con cara de corderito yendo para el matadero. Creo que
hablo por muchas si digo que eso bastó para devolvernos el alma al cuerpo (y
para dispararnos la imaginación, también…)
De todas maneras, me siguió pareciendo oportuno escribir
alguito acerca de por qué pienso que esa escena es absolutamente imprescindible
para comprender, no sólo a Jaime Lannister en cuanto personaje de una increíble
profundidad, sino también todo el devenir de su relación posterior con la Doncella
de Tarth. Y por qué, además,considero
que debe filmarse en una situación de intimidad extrema como lo es la del baño
y el desnudo.
A ver, seamos claros. No me interesa que los espectadores contemplemos
la desnudez de ambos personajes, sino que sepamos, aunque sea por insinuación o
vista parcial, que están interactuando tal y como fueron arrojados a este mundo.
Es verdad, tanto Gwendoline Christie como Nikolaj Coster – Waldau (los
intérpretes en la serie) son un auténtico recreo para la vista de cualquier mortal,
pero ese no es el punto. Aquí no me interesa el placer estético que pueda
proporcionar una escena semejante, sino el hecho en sí de lo que dicha ausencia
de ropa significa en el contexto del relato que se viene hilvanando.
En la sinopsis del capítulo que, según suponemos, contendría
este esperado fragmento, leíamos días atrás: “Jaime es juzgado”. Evidentemente,
la mayoría sentíamos que no eran los Titiriteros los encargados de esa tarea.
¿Quién será el misterioso juez? Para mí, desde el principio, ni es “juez” ni es
ningún misterio: es jueza, y se trata de Brienne.
Cuando leí el episodio de los baños, en Tormenta de Espadas, el relato que le hace Jaime a su custodia –
ángel de la guardia – “niñera” me pareció una suerte de alegato de la defensa.
El León hace su descargo, cuenta por primera vez lo que sucedió en el salón del
trono aquel día aciago en que tuvo la brillante o malhadada (depende del punto
de vista) idea de asesinar al rey loco, Aerys II, en un intento desesperado y
poco meditado de salvar a la población de Desembarco del Rey. Él expone sus
razones ante una Doncella que lo escucha alelada y que, suponemos, en medio del
repentino estupor que la causa esa confesión, sopesa cada una de sus palabras
y, aunque no llega a verbalizarlo, labra su propio veredicto. Toda la escena, a
mi modo de ver, es a la vez un juicio y, reitero, una confesión.
Ahora bien, cabe preguntarse si hace a la fuerza y sentido
de la escena que ésta se desarrolle en el contexto del baño, con ambos
personajes desprovistos de vestimenta. Considero que sí. Aunque tal vez podría
haberse resuelto de otra manera, la desnudez tiene un sentido preciso y aporta
fuerza dramática al fragmento, tanto por el lado de Jaime como por el de
Brienne.
Veo en la desnudez de Jaime la expresión, básicamente, de
dos elementos. Primero, su voluntad de mostrarse tal cual es: desprovisto de
toda vestidura o abalorio que distraiga la vista de lo esencial, asimismo
representa el requerimiento de ser tomado en cuenta sin prejuicios. Que su
interlocutora deje de lado las ideas preconcebidas que sobre él pueda tener, y
lo escuche desde lo más íntimo que puede ofrecerle, desde la sinceridad más
absoluta. Segundo, la ausencia de ropajes simboliza la vulnerabilidad que, en
ese momento, es signo del Matarreyes. Nunca estamos más expuestos ni somos más
sensibles a un ataque externo que cuando estamos desnudos. Golpeado, mutilado,
débil por las penurias sufridas, el León en la bañera es la imagen viva de la
vulnerabilidad. Un desvalimiento que, no me cabe dudas, incide en las
posteriores reacciones de una Brienne que, lo sabemos, es harto maternal.
Precisamente por eso es que resulta, a mi modo de ver,
estrictamente necesario que la Moza también se encuentre desnuda. En ella la
ropa es un escudo, una barrera. Su vestimenta de caballero es la coraza que le
sirve para defenderse de un mundo que le ha sido terriblemente hostil. Mostrarla
no sólo desprovista de armadura sino de cualquier otra indumentaria implica
suponer que ella también va al encuentro de Jaime en toda su auntenticidad.
Implica apostar por su receptividad y por su capacidad de empatía. Brienne es
una jueza, pero no una autoridad lejana, sino un referente receptivo y
dispuesto a escuchar y, eventualmente, comprender. La desnudez de ella,
interpreto, tiende un puente hacia la vulnerabilidad de él.
Al terminar su relato confesional, el León le pide a la
Doncella una respuesta, cualquiera sea. Que lo bese, que le pegue o que lo
llame mentiroso, pero que le dé una réplica. Necesita saber el veredicto. Su
debilidad y desmayo impiden que la Moza le conteste… por lo menos con palabras.
Pero todos sus gestos posteriores son una declaración. Si bien sigue llamándolo
“Matarreyes”, es ella quien solicita a los sirvientes de Lord Bolton que le
permitan encargarse del aseo y arreglo personal de Jaime. Podría haber dejado
que ellos se hicieran cargo de esa tarea, si le resultaba ingrata. Pero Brienne
prefiere quedarse y atenderlo. Con suma delicadeza lo termina de asear, lo
afeita, lo viste, le hace beber las pociones que se le administran para
recuperar fuerzas, le sirve de sostén para dirigirse a pié al encuentro de
quien regenteaba el castillo. No me atrevería a decir que lo ha absuelto de sus
crímenes, pero sí que ha llegado a compadecerse de él y, hasta cierto punto, a
comprenderlo. A partir de ese momento, su opinión comenzará a cambiar. Ni qué
decir cuando los hechos se precipiten y él acuda en su defensa, manco y
desarmado, en el foso del oso (la otra gran escena gran que estamos esperando
ver…)
Estas son las razones profundas por las cuales creo que los
baños de Harrenhal constituyen una escena fundamental de la tercera temporada
que ya tenemos a las puertas. Espero de todo corazón que aquello que veamos en
pantalla cubra nuestras expectativas…
El sábado acompañé a mi amiguita del alma a ver Anna Karenina al cine. Era mi regalo por su cumpleaños, y como ella es profe de Literatura y, además, seguidora del pedazo de pan ese llamado Matthew MacFadyen, (que interpretaba a Oblonsky, el hermano disoluto de la protagonista), era la película ideal para celebrar.
Ay, gordo, largá un poquito las pastas... este muchacho da la nota simpática en cualquier dramón. La foto es de www.beyondhollywood.com
No voy a hacer la sinopsis, diré sólo lo suficiente para ponerlos en clima. En el fondo, se trata de una historia muy simple, como todas las que llegan al corazón y se transforman en clásicos de la altura de éste que nos ha legado León Tolstoi. En la Rusia imperial de fines del siglo XIX, una dama de la aristocracia se aburre terriblemente. En apariencias, lo tiene todo: un buen marido, una posición social envidiable, un hermoso hijo, amistades varias. Pero parece que su matrimonio se ha transformado en una serie de rituales vacíos. La susodicha dama (intepretada por Keira Knightley, la figurita repetida del cine actual, aunque, lo reconozco, su buena actuación merece todos los papeles que le han tocado), en un viaje para visitar a sus familiares, conoce a un joven militar por el cual pierde absolutamente la cabeza. El resto es la historia de cómo su relación adúltera la lleva a padecer el deterioro pertinaz de todo lo que le era querido y necesario. Al mismo tiempo, cómo es víctima de una sociedad hipócrita y machista que al hombre le perdona cualquier cosa y a la mujer condena sin remedio.
Y se supone que una debería poder ser empática con esta pobre mujer. Debería comprender cómo la pasión la desborda y la lleva hasta el límite, a hacer elecciones imposibles y a jugárselo todo por algo que parece ser el amor de su vida. A perder, incluso, a su hijo que, para mí, es la mayor renuncia que una puede hacer en el altar de lo que sea.
Pero no. Pero nada de eso. Yo, que soy fanática de lagrimear en los cines, me encontré al final llorando a mares por Karenin, el marido “ultrajado”.Lo confieso, no he leído la novela, por tanto no sé cómo será el personaje que ideó Tolstoi. Pero el Ministro al que le puso la piel Jude Law me resultó terriblemente conmovedor. A pesar de ser frío, a pesar que en gran medida la culpa de las desgracias de Anna la tiene él, con la distancia en la que se encerraba, por la rutina con la cual la agobiaba, había detalles de Karenin que llegaban al alma. Era un buen hombre, un buen hombre que había extraviado el camino para llegar a su esposa. Pero que lo intenta, que perdona varias veces. Hasta que no puede más. Hasta que llega a su límite. Y así y todo, es él quien se hace cargo, tras la muerte de Anna, de criar como propia a la hijita que su esposa ha tenido con el amante. Esa última escena fue la que me terminó de poder. La película concluyó con la Guivi llorando a moco tendido durante todos los créditos.
Ahora ¿cómo puede ser esto? En una historia de este tipo, se supone que hay un duelo desigual entre un marido aburrido y un amante que viene a patear el tablero, con la promesa de llevarnos en una aventura que nos haga temblar de emoción y tener la sensación que sólo el cielo será el límite. Y, a mi modo de ver, en esta versión del clásico ruso precisamente lo que falla es Vronsky, el amante de Anna.
Éste, por mí, que se fuera a comandar un ejército en Siberia. La foto es de www.heyuguys.co.uk
Aaron Taylor – Johnson, el actor que lo interpreta,
definitivamente, no pudo conmigo. De nuevo, no tiene nada que ver con el
aspecto físico. Sí, tiene una cierta artificialidad, probablemente debida a que
está teñido para aparecer como un rubiecito de ojos claros, y eso se nota que a
mí no me conmueve (en primer lugar porque la parafina para el cabello me
espanta, y en segundo porque está visto que para que un rubio me llegue, tiene
que tener la reciedumbre y los rasgos angulosos de ya sabemos quién…) Pero repito, no es cuestión de imagen. ¡El problema
es que a este Vronsky le faltaba sangre en las venas! Tenía una actitud muy
débil… Para que un hombre te lleve a cometer las locuras en las que se embarca
Anna por él, tendría que tener una actitud de cargarse el mundo al hombro y
pelearla a muerte. Una personalidad avasallante. Y, la verdad, esta vez no lo
vi. No creo que sea problema “del actor” en sí, me late que es más bien la
forma en que se construyó el personaje…
Pero claro, en el fondo el problema es que la pasión de
Anna, habida cuenta de cuál es su objeto, no me resultó nada creíble. No me
pude identificar y, vaya uno a saber por qué, sí capté la profunda humanidad
del marido. Qué desastre que soy. Una vergüenza para el gremio femenino.
Sí, fue una lucha desigual entre el marido y el amante. Pero,
por una vez, la balanza estaba firmemente inclinada a favor del primero.
PD: Hmmm… estoy viendo que hay una versión de 1997 en la
cual a Vronsky lo intepreta nuestro inefable Boromir – Ned… digo, Sean Bean…
tendré que echarle una mirada, ahí la cosa puede ser muy distinta…
Ah, bueno... ah, bueno... ahora sí te entendemos, Anita... La foto es de www.fanpop.com
En primer lugar, no se alarmen. Esto no va a ser una
catarsis acerca de mi mamá que, por cierto, fue y es bastante fangirl (la
verdad es que me crió a base de biberones y música de Alberto Cortez, pero no
noto que haya sido un sistema dañino). Que no, que la mamá peligrosa soy yo, y
la víctima es mi Lucía.
A veces pienso que la Lula es una mujer de cuarenta años,
encerrada en un cuerpo de siete y que daría cualquier cosa por tener dieciséis.
¡Me sale con cada idea peregrina! Al punto que he llegado a preocuparme,
cavilando si tal vez (sólo tal vez) la he expuesto desde muy pequeña a
estímulos que no son los más acordes a su edad.
Pero que se entienda, no estamos hablando de nada que
suponga un riesgo penal. Lucía es la primera niña que apareció en nuestra
familia, luego de un largo intervalo generacional. Primera hija, primera
sobrina, primera nieta y bisnieta, ha crecido rodeada de adultos. Ha sido mi “compañera
de aventuras” desde que la tenía en mi barriga. Dos días antes de parirla,
estuve en el cine mirando el estreno del Episodio III de Star Wars, saga por la
cual mi fanatismo es legendario.
También me ha acompañado en aventuras más serias. Sentada en
su cochecito de bebé, recorrió conmigo las calles del barrio entregando
volantes del Partido Humanista, para las elecciones legislativas del 2005. La
he llevado a miles de reuniones del ala cultural de ese movimiento (cuando
todavía militaba…) Ella hacía dibujitos o miraba películas infantiles mientras “los
grandes” planeábamos la revolución no – violenta.
La veta artística tampoco la hemos descuidado. Ha venido
conmigo al teatro y a conciertos de todo tipo. Alucinó, por ejemplo, con “Drácula,
el musical”, otra cosa de la cual soy absolutamente fan. Ya fui a verla unas
cinco veces en los veinte años que lleva desde su estreno. La última, Lula me
acompañó. Para mí fue un sueño verla salir del teatro con cara de pisar sobre
algodones, igual que salí yo la primera vez.
Juan Rodó en la piel de Drácula. Una de las voces argentinas más hermosas. La foto es de www.laradiomendoza.com.ar
Ella misma es, desde muy chiquita, una fangirl concienzuda. No
sé cómo llegó a conocer el universo de High
School Musical, de Disney, pero sólo tenía tres años cuando me declaró, muy
suelta la niña, que le gustaba “el rubio” de la película (así llamaba al
personaje que interpreta Zack Efron). Y no hubo más remedio que llevarla al
cine, cómo no, cuando se estrenó la tercera parte de la serie: “La graduación”.
Fue muy raro para mí estar allí en calidad de madre, rodeada de peques entre
tres y diez años, que prorrumpían en exclamaciones cada vez que le hacían un
plano corto al protagonista. La mía, por suerte y supongo que por imitación de
su mamá, se mostró bastante discreta: yo veía que se lo estaba comiendo con los
ojos, pero ella no decía ni pío.
El melenita que le gustaba a la Lula, allá lejos y hace tiempo. La imagen es de www.justjared.com
Aunque la influya en cuanto a series, películas o libros que
tengo entre manos, ella conserva un criterio propio a la hora de elegir sus
objetos de interés. Por ejemplo, en la época que yo andaba fascinada con las
novelas náuticas de Horatio Hornblower, de C. S. Forester, y con la versión en
formato miniserie que había elaborado la cadena A&E, llevando agua para el
molino del Horatio que interpretaba Ioan Gruffudd, a Lula le encantaba Archie
Kennedy, el querible oficial que encarnaba Jamie Bamber. Es que a ella le
gustan los rubios, eso es evidente.
Si puedo opinar, uno así de yerno me gustaría... La foto es de www.tumblr.com
A veces se le ocurren cosas que me hacen reír muchísimo.
Vaya como muestra, el siguiente dialoguito que mantuvimos hace pocos días:
“-¡Qué ganas tengo de ir al cine, a ver Mamá! – le comento, mientras caminábamos de la escuela a casa.
- Pero… ¿por qué no esperas y la ves en video? – me sugiere.
- Estem… - comienzo a dar largas – lo que pasa es que
trabaja el actor que hace de Jaime…
- Ahhhh… - dice, y a los cinco segundos agrega, con una cara
de pícara tremebunda - ¡Mamá! ¿Te imaginas si sale en camiseta?”
Y es entonces cuando me pregunto… ¿no habrá comenzado
demasiado pronto con estas cosas? ¿Qué va a pasar cuando llegue a la
adolescencia? Y, lo que me carcome el cerebro, ¿hasta qué punto es
responsabilidad mía esta situación? ¿Tendrán algo que ver todos mis fanatismos
confesos? ¿La habré influenciado con tanto protector de pantalla plagado de lindos
muchachos?
¿Es bueno o es malo para ella tener el permiso explícito de
mamá para andar shippeando abiertamente? Más aún… ¿le habré dado vía libre para
que desarrolle una inclinación propia, o se la habré inculcado de manera
inconsciente?
Conversando del tema con mi propia madre, ella me hizo
acordar que yo misma empecé con el fangirlism cuando tenía unos tres añitos. En
esa época me encantaba un corredor de autos de carrera que estaba muy de moda
en mi país (lamentablemente luego devino político, y terminó de perder el poco
encanto que le quedaba), el “Lole” Reutemann. Nadie es demasiado buen crítico
consigo mismo, así que, en cuanto a los resultados, no sé si seré “normal”. Lo
que sí sé es que no he quedado traumada, ni inmadura, ni incapaz de establecer
una relación estable con un hombre “real”, así que tal vez, estoy haciéndome problema
por algo que no lo es tanto.
Sobre todo si tenemos en cuenta que los fanatismos que Lula
demuestra no tienen que ver simple y llanamente con la veta romántica. Con el
tema de Canción de Hielo y Fuego, por ejemplo, le gusta la historia de Arya.
Por supuesto, no mira la serie ya que considero que para ella es un espectáculo
demasiado fuerte, pero sí me ha encontrado curioseando alguna página de
internet con imágenes, y esa nena que usa espada y se viste como un nene le ha
llamado la atención. Le he contado una versión bastante light, supongo que
cuando crezca me echará en cara que se lo haya transformado en una suerte de
cuento de hadas (al final el equilibrio es más que delicado). Le fascinaron,
como era de esperar, las historias de los huargos, al punto que los perros que
se cruza por la calle se llaman todos Verano, Peludo o Fantasma, dependiendo del
pelaje.
En definitiva, resulta todo un desafío esto de criar una
fangirl en tiempos de banalización generalizada. De criarla con valores y con
respeto por lo artístico, de tratar de infundirle un sentido crítico. Pero es
un lindo reto, y en el fondo pocas cosas son más lindas que poder compartir
gustos con la gente que uno más quiere.
En mi país, cuando alguien habla de un “Jaime”,
inmediatamente solemos pensar en uno de estos dos famosos personajes:
1) El niño protagonista de una serie de chistes picarescos,
muchas veces subidos de tono. Clásicos cuentos que comienzan con frases del
estilo “Va Jaimito y le dice a la maestra…” (o a su mamá, o al conductor del
autobús, etc.)
2) Un mayordomo muy british style que le servía el jugo de
frutas a un insoportable “nene bien”, en una conocida publicidad de televisión,
ante el reclamo de “Jaime, el niño tiene sed y no hay naranjas…”
Raramente pensamos en un caballero de gallarda estampa y
armadura dorada, con melena leonina, sonrisa altiva y de réplicas tan mordaces
como certeras. Raramente… hasta hace un tiempo. Hasta que comenzó a difundirse
por estos lares Canción de Hielo y Fuego,
la mega saga fantástico – política ambientada en un mundo medieval, que le
debemos al ingenio de George R. R. Martin. Más todavía cuando esa cautivante
historia llegó a la pantalla chica en el formato de Juego de Tronos, serie perteneciente a la emisora HBO. A partir de
allí, en el mundillo bastante friki de los fans de este tipo de literatura,
cuando alguien nombra a Jaime, no hay duda: se refiere a Jaime Lannister.
(Esta imagen está tomada de http://suvudu.com. Si alguien sabe quién es el autor, por favor, avíseme...)
Para los que conocen el paño, no hace falta que se los
presente. Para los que no, sólo un breve comentario de cómo es el personaje con
el cual uno se encuentra a inicios de la historia. Hijo mayor de Tywin
Lannister, uno de los más poderosos y sin duda el más acaudalado de los señores
de Poniente. Miembro desde los quince años de la Guardia Real, cuerpo de élite
que protege al soberano y su familia. Hermano mellizo de la reina Cersei,
esposa del rey Robert Baratheon. Con reputación de guerrero excepcional y, por
si fuera poco, considerado uno de los hombres más apuestos del reino. Una
joyita. Pero no me crean a mí, lean la historia y tengan su encuentro personal
con el muchacho.
Y, hablando del tema, mi propio encuentro con Jaime no pudo
comenzar peor. Decir que empezamos con la pata izquierda es quedarse cortísimos.
Simple, lo detesté a primera vista. No tenía que ver con la descripción física:
está bien que los rubios no me van, pero un poco de cabello dorado no ameritaba
semejante inquina. Tampoco pesó gran cosa el hecho que fuera un deslenguado, un
jetón diríamos en Argentina, que no sabía cuándo quedarse callado y que cada
vez que abría la boca provocaba una masacre egocéntrica. Eso, incluso, le daba
cierto gancho, cierta gracia.
A otros puede haberles molestado que fuera un magnicida: en
medio de la rebelión que coronó al rey Robert, Jaime se había encargado de
asesinar a Aerys II,conocido como “el
loco”, último y peligroso monarca de la dinastía anterior, la de los Targaryen.
Para mí, el hecho que se hubiera cargado a un tirano era un dato menor o,
teniendo en cuenta las barrabasadas que se había mandado (y las que planeaba
mandarse en el corto plazo) el susodicho Aerys, que alguien hubiera tenido el
detalle de quitarlo de en medio era de lo más esperable y adecuado. No perdamos
la perspectiva, estamos hablando de fantasías políticas… y el tema del regicido
merecería comentario aparte. En fin, mi asunto con Jaime no tenía nada que ver
con este difunto.
Y aunque no me parecía “correcto”, mi inquina tampoco venía
dada por el hecho que fuera el amante… de su propia hermana. Menudo muchachito,
llevándose bajo las sábanas a quien no solamente era su reina, sino su gemela.
Pero con las cosas que hacen dos adultos de mutuo acuerdo y cuando están solos,
si no involucran a terceros que no quieran saber de ello, no me meto. “Cada
cual hace de su vida una cacerola, y de su trasero una flor”, decía mi madre…
No, mi problema con Jaimito era algo que había hecho, al
principio de la historia, para mantener en secreto sus relaciones incestuosas.
Había defenestrado, con clara intención de matarlo, al nene más hermoso y dulce
que una pueda imaginarse: Bran Stark, uno de los hijos de Lord Eddard de
Invernalia, el mejor amigo del rey Robert. El único crimen del pobre de Bran
era haber mirado por una ventana indiscreta mientras los gemelos se divertían.
Para acallar cualquier posible rumor, nuestro caballero de la guardia real lo
había empujado por dicha ventana, mientras declaraba: “Las cosas que hago por
amor…” Uff, si cada vez que me acuerdo lo detesto como el primer día, al muy
cabrón.
¿Habrá alguna relación entre el hecho que, en la serie, el bombonazo de Nikolaj Coster - Waldau sea quien encarne a Jaime, y el que se ganara mi indulgencia plenaria? La foto está tomada de http://4.bp.blogspot.com
Y me dediqué a odiarlo concienzudamente durante todo Juego de Tronos (el primer libro) y todo
Choque de Reyes (el segundo).Pero, a partir del tercer volumen, Tormenta de Espadas, comenzaron a
“pasarme cosas”. Llegado un punto del cuarto tomo, Festín de Cuervos, tuve que enfrentarme con la innegable verdad: me
había enamorado perdidamente del muy hijo de su madre.
Y si no has leído la saga, pero tienes intenciones de
hacerlo, o sólo has visto la serie hasta la segunda temporada, o leído hasta Choque de Reyes, este es el momento en
el que te recomiendo no continuar con esta entrada, porque es puro spoiler. He
dicho, quedas advertido/a.
Sucede que, a partir de Tormenta…,
Martin nos hace conocer el punto de vista de Jaime Lannister acerca de lo que
viene ocurriendo en la historia. Y ahí la cosa cambia. Porque empezamos a ver a
un tipo tensionado entre lo que él hubiera querido ser, y el camino por el cual
las circunstancias lo fueron llevando. Un hombre educado para responder a su
familia, para vivir de acuerdo con un canon que lo instaba a considerarse
superior al resto de los mortales, pero que en el fondo parece querer otra
cosa. Detrás de la máscara de suficiencia, detrás de tanta apostura y de tanta
pose, se escondía un muchacho que hubiera querido ser el caballero ideal, pero
había terminado siendo manejado por su padre y por su hermana. El héroe solar
se había transformado en el Matarreyes.
No me malinterpreten, Jaime no es ningún pelele.
Precisamente, creo que todo su drama tiene que ver con el intento que hace, a
partir del momento crítico en que pierde la mano de la espada, por ser fiel a
sí mismo, por recuperar la senda que, aparentemente, había querido seguir desde
que había sido consagrado miembro de la guardia real. Vamos descubriendo, a
medida que se teje la historia, su gran admiración por los ídolos de la
caballería de su tiempo, junto a los cuales había servido: Ser Arthur Dayne y
Ser Barristan Selmy. Esto nos permite darnos cuenta, entonces, de la tensión en
la cual ha tenido que vivir, presionado por su padre para actuar de acuerdo con
los intereses de su Casa (aunque ello significase, en algún momento, ser
desleal al propio rey, fuera Aerys o Robert, o a circunstanciales aliados),
muchas veces en flagrante contravención del ideal de vida que Jaime pretendía
llevar al principio de su carrera militar.
Con el correr de los capítulos, vamos desentrañando su
historia, su drama y sus penas. Nos enteramos del menosprecio de su padre, de
las manipulaciones de su hermana, de la minusvaloración a la cual lo sometía el
rey Aerys. Vemos cómo sus sueños de grandeza y heroísmo se desvanecieron
brutalmente. Sabemos que fue testigo de los crímenes abyectos de ese rey demente,
y que debió mantenerse impasible y al margen cuando hubiera deseado intervenir,
simplemente porque, como escudo juramentado, no podía cuestionar lo que su
soberano ordenaba. Conocemos su rebelión interna frente a los abusos que Aerys
hacía sufrir a su esposa. Finalmente, entendemos por qué, en el momento
culminante de la guerra contra el rey loco, fue precisamente él quien hundió su
espada (la espada que, se supone, debía defenderlo) en el cuerpo del tirano.
Hermoso Jaime, cómo no ibas a tener mi compasión: creías que iban a agradecerte
por matarlo, por salvar así de un final horrible a toda la población de la
capital; en cambio, sólo ganaste el mote de Matarreyes, ese apodo que tanto te
afanas en ocultar lo mucho que te hiere…
Hay dos elementos que salvan a Jaime de la caída irremisible
a la cual parece condenado desde el principio. Uno es la mutilación que sufre a
manos de esa banda de mercenarios indeseables, la “Compañía Audaz”, quienes le
cortan la mano derecha, situación que supuestamente debería poner fin a su
carrera de armas. Por más contradictorio que parezca, opino (y creo que muchos
coinciden en esto) que ese infortunio marca el punto de inflexión a partir del
cual comienza su nueva vida. Lo obliga a replantearse qué quiere hacer y quién
quiere ser. Como una suerte de justicia poética, lo empareja con la víctima de
su crimen más horrible, el único que no le puedo perdonar: así como para Bran
Stark, el hecho de quedar tullido a causa de la caída que Jaime le inflige lo
impulsa a tomar un camino de vida totalmente distinto (y, estoy segura, mucho
más importante) que aquel que hubiera elegido si las cosas hubiesen sido otras,
quedarse manco conmina al León de Lannister a hacerse cargo de su situación, a
poner en la balanza su pasado y sus expectativas, y así replantearse el camino
recorrido y trazar un plan a seguir. Las cuentas empiezan a saldarse. Tiene la
oportunidad de volver a empezar.
Y decide que no va a ser “el hombre que se espera que sea”,
sino el caballero en el cual, en el fondo, nunca había dejado de querer
convertirse. Ahí muestra su valor. Ahí vemos de qué madera está hecho. Esa es,
precisamente, la causa que me llevó a pensar, a mitad de Festín… “Ya está,
Jaime, basta, te perdono… a partir de ahora sueño
con vos”.
Y aquí cuadra, precisamente, el otro elemento capital en la
salvación del León Dorado. Y ese elemento, como no cabía otra posibilidad, es
femenino. Es una guerrera. Es alta, es rubia, es valiente, leal, y una lista
eterna de calificativos positivos que me llevan a olvidarme permanentemente de
su –supuesta- fealdad física. Sí, señores. El otro elemento fundamental en la
redención de Jaime Lannister es Brienne, la doncella de Tarth.
Nuestro muchacho descubre que el espíritu de la caballería
no ha muerto ni se ha exiliado, sino que ha reencarnado en esta mujer que el
destino ha llevado a ser su carcelera – custodia – ángel de la guarda – jueza –
confesora , todo al mismo tiempo y no necesariamente en ese orden. Brienne va a
ganarse su respeto y, poco a poco, también su admiración más profunda. Ella
moviliza en su interior todos las cuerdas que van a volver a ponerlo de pié, a
pesar de los infortunios en que ambos se verán envueltos. Por ella es
ingenioso, cuando trama ardides para evitar que los bandidos la desfloren a la
fuerza. Por ella es abnegado, cuando regresa a rescatarla poniendo en peligro
su propia seguridad, aunque nada (salvo el honor… que está recuperando) lo
obligaba a volver sobre sus pasos. Es valiente, casi diría que hasta la
estupidez, cuando salta desarmado y manco al foso del oso, con tal de
defenderla. Es honorable, cuando la envía a buscar a las niñas Stark, en
cumplimiento de los compromisos asumidos. Y es galante, cuando por defender el
buen nombre de la dama golpea al mal caballero que osaba burlarse de ella. Poco
a poco vamos encontrándonos con un Jaime al cual le interesan la justicia y la
pacificación del reino, y eso, a mi modo de ver, es por lo menos en parte obra
de la Doncella.
Qué pasa entre ellos es tema de mucha especulación y de
enardecido debate. Como ustedes se imaginarán, yo me encolumno en el bando de
los que piensan que aquí hay amor. Para mí, las pruebas están a la vista. Allí
hay respeto, hay admiración, pero hay mucho más también. Cuando el fuego entre
estos dos se desate (y espero que Martin no nos haga una jugarreta…) será mayor
que el incendio del Aguasnegras. Pero eso sería tema para otro comentario.
Lo que fascina de Jaime, en definitiva, es la complejidad
del personaje, su riqueza, el viaje de descubrimiento de su propia identidad
que va realizando a lo largo de la historia. Lo que me pudo de él, entonces,
fue ese valor de asumirse como es, y de lanzarse a la forja de su propio yo. La
determinación de convertirse en lo que siempre quiso ser. Ese es su mensaje. Y
es un verdadero placer haberlo conocido.