sábado, 28 de noviembre de 2015

Navíos... de todo tipo.

Desde chica me ha gustado escribir, aunque reconozco que soy un desastre. Hace rato que no me daba una vuelta por este lugar y, como no quisiera que este blog languidezca del todo, he decidido que, por lo menos, les voy a dejar este cuentito que acabo de terminar. Me comprometo a regresar, en breve, con alguna reseña más interesante, ya veremos específicamente de qué tema en especial.
De momento, les acerco este relato...

Navíos.- 


Amanecía lentamente sobre las aguas del puerto. Desde su ventana, mientras saboreaba el primer café del día, Henry observaba las embarcaciones y meditaba sobre el año que estaba a punto de terminar. El aire estaba lleno de sonidos. Algunos provenían del exterior, como los graznidos de las aves que ya comenzaban a disputarse los restos de pesca; otros eran más cercanos, y generaban una atmósfera de grata intimidad hogareña, como el suave suspiro de la respiración de Cathy, aún dormida a sus espaldas.
Ahora que se tomaba su tiempo para pensarlo, aquel había sido un año extraordinario. Y no sólo por haber podido, finalmente, concretar su matrimonio con quien fuera su novia de toda la adolescencia. El joven debía reconocer que, aunque le resultara inevitable sentir un pinchazo de culpa, haber recibido su primera comisión como capitán de fragata era el hecho en torno del cual estaban vertebrados los últimos meses.
Convenientemente alojados en una edificación de la zona portuaria, los esposos habían ordenado su habitación en una estancia que daba a los muelles. Desde la ventana del cuarto matrimonial, Henry podía deleitarse en la contemplación de los mástiles de su navío, surto en el amarradero junto con otros tantos de la Real Armada. Pero, para él, los tres palos de la Eliza era especiales, más esbeltos, más elegantes, más sólidos que los de todos los barcos allí amarrados.
Sonrió brevemente frente a ese pensamiento. Era evidente que, como capitán, se hallaba enamorado de su embarcación, y con esa óptica no siempre imparcial la contemplaba. Por lo que sabía, lo mismo le ocurría a todos aquellos que lograban llegar a un puesto de comando.
La guerra contra Francia napoleónica había alcanzado un punto sin retorno durante ese año, y por tal razón, varios tenientes habían sido promovidos a capitanes y comisionados con su primer barco. Henry se contaba entre ellos, promoción que le había granjeado la holgura económica necesaria para casarse y establecerse. Pero había disfrutado poco de su nuevo hogar, ya que los meses pasaron yendo y viniendo por el Canal y por la costa bretona, en una misión tras otra.
Cuando se hallaba en alta mar, no siempre tenía tiempo de extrañar a su esposa. Cuando había calma, cuando el enemigo no intentaba abandonar los puertos o burlar los bloqueos, entonces sí, podía pensar en ella. Pero en medio de las escaramuzas y los bombardeos, cuando había que cañonear al enemigo o evitar que abordara, o cuando se reunía en consejo de guerra a planear la próxima operación, era difícil encontrar un momento para añorar el hogar.
En cambio, cuando estaba en casa, aunque fuera por pocas semanas, las cosas eran diferentes. Henry no podía afirmar que echara de menos la guerra, el fuego cruzado, las privaciones. Ni siquiera extrañaba demasiado a sus compañeros de armas. De hecho, la presencia gratificante de su mujer le hacía olvidar, de momento, tales compañías. Pero anhelaba a su barco. Le parecía raro que el suelo no se moviese bajo sus pies. Se despertaba a medianoche, sobresaltado porque no oía los crujidos de los maderos que formaban la obra viva, o el azote de un cabo suelto al viento, golpeando rítmicamente sobre la cubierta, o el susurro permanente del velamen, allá en lo alto de los mástiles.
Mal que le pesara, extrañaba a la Eliza. Cathy era su esposa y la amaba entrañablemente, pero su embarcación siempre sería algo así como una amante. Ese era el sino secreto de todos los capitanes. Y esa era la razón por la cual, si las cosas iban mal, ninguno quería sobrevivir a su navío. Debían hundirse con él.

* * * * * * *

El planeta estaba muriendo.
Maat lo sabía, y Merneith también. Ya había pasado la etapa en que el Alto Consejo pretendía ocultar la verdad para evitar el pánico. Ahora todos estaban enterados de la dimensión del peligro que corrían, porque solamente el esfuerzo mancomunado podía llegar a salvar aunque fuera las semillas de su civilización, arrojadas al azaroso espacio.
El planeta sucumbía, víctima de la contaminación generalizada. La generación de los padres de Maat había tomado consciencia de ello, y había educado a su progenie en la cultura del cuidado de la naturaleza. Habían sustituido las energías fósiles por otras renovables y limpias. Habían limitado el consumo exagerado, habían generado una ideología de uso igualitario y responsable del ambiente. Pero las medidas llegaron demasiado tarde, cuando el mundo ya no estaba en condiciones de sobreponerse. O lo haría, sí, seguramente... pero a un ritmo demasiado lento para garantizar la sobrevida de sus pobladores más evolucionados. Si es que aún se podía hablar de evolución.
Por esa razón se habían construido las naves. Grandes arcas espaciales en las que podían albergarse toda la información, todo el legado técnico, genético y artístico de la civilización, con la esperanza que encontrase algún planeta en el cual afincarse y comenzar de nuevo, esta vez con una mayor consciencia, con una mejor sincronización entre la sociedad y su medio.
Pero las grandes naves suponían una dificultad que, por un momento, pareció insalvable. La complejidad en su diseño, la multiplicidad de funciones, la necesidad de tomar decisiones de manera creativa, llevaron a que sus diseñadores decidieran dotarlas de una inteligencia superior. Los navíos no serían meras máquinas, sino que su corazón sería una conciencia viva: la conciencia de una persona.
Merneith fue una de las primeras en ofrecerse para el sacrificio. Ella se convertiría en la conciencia de una de las naves pioneras. Maat nunca supo demasiado bien qué había llevado a su compañera a tomar semejante decisión, pero la acompañó en todo momento. Estuvo allí mientras la entrenaban. La escuchó cuando ella soñaba en voz alta, imaginando el nuevo mundo en que su navío tocaría tierra. La abrazó durante la noche previa a los procedimientos, mientras recorrían por última vez todos los senderos que iban de la ternura más simple al deseo más irrefrenable. Y estuvo presente en la sala de operaciones, observando el proceso mediante el cual su amada se transformaba en un cyborg, su cuerpo inserto en la estructura del vehículo interestelar, sus nervios conectados con los mandos que la dirigirían, su conciencia potenciada y ensamblada en los ordenadores de vuelo.
Y entonces se ofreció para ser su piloto.
Todas las aeronaves funcionaron de esa manera, combinando dos conciencias, una interna y otra externa. Pero debían pertenecer a individuos con una fuerte compenetración recíproca, para que el entendimiento fuese casi automático. Por esa causa, en la mayoría de los casos, el cyborg de navegación y el piloto tenían vínculos profundos. Parejas, padres e hijos, hermanos gemelos, fueron algunas de las múltiples combinaciones que se dieron.
Y así los navíos espaciales abandonaron el planeta moribundo, llevando consigo los gérmenes para un nuevo despertar, allí donde fuera posible o preciso.

* * * * * * *

Maat estaba ya a las puertas de la ancianidad cuando la nave-Merneith llegó a la vista de su destino: el tercer planeta de una estrella mediocre, en el ala más externa de una galaxia del montón.
La voz de la aeronave resonó en su cabeza:
Detecto múltiples formas de vida, pero una sola forjadora de cultura. Se encuentra diseminada por cinco de seis continentes, con una misma carga genética y en diversas manifestaciones materiales. La mayoría viven de la caza y la recolección. Unas pocas han desarrollado agricultura. Intentaré acercarme para descender sobre aguas tranquilas, cerca de las costas de una de estas últimas.
Ingresaron en la atmósfera según lo planeado. Con la elegancia de un enorme cetáceo, el navío estelar se posó sobre las aguas de un mar tranquilo, en la confluencia de tres de los continentes habitados.
Pero entonces, los estabilizadores de flotación fallaron, y la nave-Merneith comenzó a hundirse.
Maat habría decidido permanecer en ella, hundirse con ella, dormir con ella en las profundidades de ese mar desconocido, pero su amada fue implacable.
Si ambos morimos, todo este sacrificio habrá sido para nada. Así que vete de aquí. Toma el equipo mínimo, aunque sea, y sal a la superficie. ES UNA ORDEN, COMANDANTE.”
En cierta manera, esa sería su última voluntad, y era obligación honrarla.

* * * * * * *

El desconocido había llegado desde el mar, arrastrando sus viejos huesos y un extraño hato que le servía de equipaje. Hablaba una lengua ignota, pero prontamente logró hacerse entender. Los hermanos del clan pensaron que era cosa de magia, eso de comenzar a comunicarse como los hombres en tan poco tiempo.
Era raro, el abuelo, con sus cuentos de mujeres que se volvían carretas que se desplazaban por el cielo. Pero también era útil, con sus consejos para construir canales que llevaran el agua del río hasta sitios alejados, o con sus indicaciones de cómo y cuándo sembrar para que el plantío aprovechara las crecidas.
Cuando sintió que sus días se acortaban, dedicó varias lunas a enseñarles cómo debían trabajar la madera para construir carros que corrieran por el río e, incluso se internaran en las aguas grandes. Cada vez que miraba el mar, sus ojos se inundaban como los campos en la época de las crecientes.
Una vez que la primera embarcación estuvo terminada, eligió a uno de los hombres para que subiera a bordo con él. Con el cariño de un padre, le enseñó a pilotearla.
“La nave es una mujer, y como tal debe ser tratada. Ella será tu compañera, si sabes hablarle te llevará tan lejos como tú quieras. Debes aprender a oírla, a respetarla, a seguirla. Sólo así lograrás que te acompañe en lo que necesites. Si tu barca sufre, tú sufres con ella. Si es feliz, tú también lo eres. Nunca la abandones en la adversidad. El destino de ambos debe ser uno solo.”
Al anochecer, el viejo Maat, navegante de las estrellas, se despidió de los hombres. Lentamente, avanzó mar adentro, dejando que las olas fueran engulléndolo. Cumplida su misión, lo único que quería era descansar otra vez en el seno de Merneith, su esposa, su amante, su nave.

* * * * * * *

Henry terminó el café casi al mismo tiempo que el susurro de las sábanas le indicaba que Cathy estaba moviéndose en el lecho, a punto de despertar. Era hora de alcanzarle una taza a ella, también.
Su mirada amorosa acarició, una vez más, los mástiles de la Eliza, antes de retirarse de la ventana.
“El capitán debe hundirse con su barco”, volvió a pensar, sonriendo, mientras sentía una extraña melancolía. No sabía de dónde venían esas palabras y esa costumbre, pero lo conmovían, lo llamaban como algo nacido en la noche de los tiempos.

 No tenía forma de saber que, como todos los capitanes, era heredero del amor entre el primer navegante del mundo y su barca-esposa.